Colegio
Era fácil evadirse de una depresión infantil escuchando a mis profesores.
Era una esponja, todo lo entendía y todo lo hacía bien.
Chica de sobresalientes: para mí un notable era un fracaso.
Sólo tenía el estudio. Y mis lecturas.
Aprendí a puntuar instintivamente en cuanto me dieron las reglas. Ya no puntúo bien, o lo hago a mi estilo, que derecho tengo. Aquí puntúo fatal, ya lo sé.
Estudiaba sin necesitarlo, pues tenía memoria fotográfica y si lo había entendido en clase, no había problema. Siempre lo entendía en clase, me lo explicaban una vez y ese conocimiento ya me pertenecía. En el examen, sólo había que memorizar los datos para vestir el esqueleto.
Hasta aquí, bien.
Cuando falté a clase por enfermedad, me perdí un par de lecciones importantes. Y lo amargo es que nunca pude recuperarlas. Todo tiene su tiempo, y el mío se perdió en un día de gripe. Ya no podía absorber, me faltaba el discurso oral. Por eso nunca pude aprender a distancia, quizá.
Tuve buenos profesores en primaria. Los de bachillerato me deformaron por completo, algunos no eran buenos, otros estaban quemados, y los que me marcaron y me enseñaron, me llevaron por terrenos peligrosos. Suspendí matemáticas por primera vez en mi vida, pero aprendí a pensar, mi cruz en los años venideros. Pero quizá mi salvación también, porque gracias a la capacidad de análisis que entrenaron en mí, me conozco, y después de los primeros intentos ensayo-error, intuyo por dónde va a atacar la enfermedad.
Dicen que de pequeña era una niña alegre, pero las cosas cambiaron, y hasta mi adolescencia no salí de una depresión, no recuerdo a una niña feliz, sino a una persona con muchos complejos y sin amigos, para mí la hora del patio era una tortura.
Sí recuerdo a una adolescente con muchos reparos pero dando guerra y rodeada de gente. Tocaba ser rebelde, después de la etapa de buena chica con buenas notas. Todo tiene su tiempo. De mi juventud recuerdo mucha vitalidad, muchos proyectos, mucho de todo, quizá mucha hipomanía. La hostia a los veinticinco fue de órdago.
Salgo de esa pesadilla como una niña, ahora sí con amigos, pero ya no soy una esponja, por algo pasan treinta años desde el cole, y debo crecer sin el espejismo del saber. Ya no es hora de aprender de los manuales. He olvidado casi todos los que he leído, para qué perder el tiempo peleándome con mi memoria que ha dejado de ser demasiadas cosas. He comprado nuevos manuales y siguen sin llamarme. Acepto que ha pasado el tiempo de estudiarlos sin un profesor, y sólo pueden ser ya usados como libros de consulta. Lo importante no es tener la información, sino saber dónde está.
Mi tiempo ahora es diferente, se está construyendo. Y mis relatos, algo tengo que decir y lo hago, dice mi profesor de literatura.
Era una esponja, todo lo entendía y todo lo hacía bien.
Chica de sobresalientes: para mí un notable era un fracaso.
Sólo tenía el estudio. Y mis lecturas.
Aprendí a puntuar instintivamente en cuanto me dieron las reglas. Ya no puntúo bien, o lo hago a mi estilo, que derecho tengo. Aquí puntúo fatal, ya lo sé.
Estudiaba sin necesitarlo, pues tenía memoria fotográfica y si lo había entendido en clase, no había problema. Siempre lo entendía en clase, me lo explicaban una vez y ese conocimiento ya me pertenecía. En el examen, sólo había que memorizar los datos para vestir el esqueleto.
Hasta aquí, bien.
Cuando falté a clase por enfermedad, me perdí un par de lecciones importantes. Y lo amargo es que nunca pude recuperarlas. Todo tiene su tiempo, y el mío se perdió en un día de gripe. Ya no podía absorber, me faltaba el discurso oral. Por eso nunca pude aprender a distancia, quizá.
Tuve buenos profesores en primaria. Los de bachillerato me deformaron por completo, algunos no eran buenos, otros estaban quemados, y los que me marcaron y me enseñaron, me llevaron por terrenos peligrosos. Suspendí matemáticas por primera vez en mi vida, pero aprendí a pensar, mi cruz en los años venideros. Pero quizá mi salvación también, porque gracias a la capacidad de análisis que entrenaron en mí, me conozco, y después de los primeros intentos ensayo-error, intuyo por dónde va a atacar la enfermedad.
Dicen que de pequeña era una niña alegre, pero las cosas cambiaron, y hasta mi adolescencia no salí de una depresión, no recuerdo a una niña feliz, sino a una persona con muchos complejos y sin amigos, para mí la hora del patio era una tortura.
Sí recuerdo a una adolescente con muchos reparos pero dando guerra y rodeada de gente. Tocaba ser rebelde, después de la etapa de buena chica con buenas notas. Todo tiene su tiempo. De mi juventud recuerdo mucha vitalidad, muchos proyectos, mucho de todo, quizá mucha hipomanía. La hostia a los veinticinco fue de órdago.
Salgo de esa pesadilla como una niña, ahora sí con amigos, pero ya no soy una esponja, por algo pasan treinta años desde el cole, y debo crecer sin el espejismo del saber. Ya no es hora de aprender de los manuales. He olvidado casi todos los que he leído, para qué perder el tiempo peleándome con mi memoria que ha dejado de ser demasiadas cosas. He comprado nuevos manuales y siguen sin llamarme. Acepto que ha pasado el tiempo de estudiarlos sin un profesor, y sólo pueden ser ya usados como libros de consulta. Lo importante no es tener la información, sino saber dónde está.
Mi tiempo ahora es diferente, se está construyendo. Y mis relatos, algo tengo que decir y lo hago, dice mi profesor de literatura.
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